Cuando el escritor Edmundo de Amicis, autor de Corazón, visitó la Argentina (1884) se conmovió al ver mujeres con un niño en cada mano. "Sosteniendo Gruesos Bultos con los Dientes".
La mujer inmigrante, columna vertebral de la familia - la célula más sólida de la sociedad, en Argentina como en Italia- era habilidosa y se las ingeniaba para continuar y enseñar a sus hijos las costumbres aprendidas al pie de los Alpes.
En sus momentos libres, los días de lluvia o cuando terminaban sus pesadas tareas del día, la inmigrante italiana se volcaba a sus labores, a sus admirables puntillas, deshilados y encajes. Bastaba con conseguir buena tela de algodón o lino para que al tiempo se transformaran mágicamente en sábanas, toallas, manteles y fundas. Todo con sus iniciales y monogramas primorosamente bordados, no importa si era para recibir invitados en la ciudad o para utilizarlas sólo la familia, en medio del campo.
A pesar del dominio parisino en la moda femenina mundial, la mujer argentina se viste como la italiana, y más aún, actúa como la italiana. Frente a la austeridad unisex de las nórdicas, frente a la heterogeneidad de las norteamericanas o la elegancia distante de las francesas, las italianas elegían cuidadosamente sus vestidos, acentuaban sus figuras y se prestaban entusiastas al juego de la seducción. Las mujeres italianas han mantenido siempre, incluso en los casos de mayor estrechez económica, un gran cuidado hacia la vestimenta y un estilo muy personal. Las mujeres argentinas, en cierto modo, lo heredaron.
Tanto para la Italiana como para la Argentina, la ropa es un signo de distinción.
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