Hay quién describe al Argentino como a "ese Italiano que habla en Español".
Hay quien califica al país como al "Segundo paese Italiano". Y es que en ningún lugar del mundo como en la Argentina lo italiano se manifiesta tan inconfundiblemente que resulta difícil distinguir los rasgos de uno y otro.
¿En qué otro espejo puede el piamontés, el genovés, el napolitano ver reflejada una casa donde la cultura, los valores, las comidas, el espectáculo, las modas y aún los gestos con que acompaña sus palabras se funden y confunden tanto como la suya propia?
Los inmigrantes italianos llegaban a América con la casa a cuestas: con todo lo que cabía en sus baúles de cuero y herrajes. Vestidos y sombreros, ollas y libros, el misal y la porcelana. El vestido de novia y una mantilla, algún fusil, las infaltables medallas por haber servido bien a l'Italia... Todo ello era doblado, guardado, envuelto con esperanza. Porque primero habían embalado las herramientas. En los baúles venían también azadas, arados, palas y picos. Con ellos empujaron la semilla y cosecharon cada fruto de lino, trigo y maíz.
Así los inmigrantes se dormían cada noche con la certeza de que despertarían en un mundo más próspero y pleno de oportunidades. Y para poder despertar en ese mundo, lo construyeron. El lugar los esperaba. Ellos edificaron un verdadero país a puro golpe de fe.
Traían sus oficios. Algunos huían de la miseria y del hambre. Otros, de la falta de trabajo y horizontes. El resto, de la persecución política o religiosa de turno en Europa. La mayoría dejaba atrás el campo ajeno para lanzarse a conquistar otros campos. No esperaban regalos. Tenían la ambición de prosperar a fuerza de ampollas y de poseer tierra para cultivar sabiendo que les esperaban noches exhaustas de espalda dolida tras el cansancio del día.
Eran optimistas, sencillamente, porque no podían permitirse otra cosa.
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